Al hablar de encuestas, con frecuencia obviamos uno de los componentes más sensibles de estos ejercicios de conocimiento de la opinión y el sentir de la población: las y los encuestadores. No me refiero a los titulares de las empresas que se dedican a esto. Hablo de las mujeres y los hombres que caminan por las calles para visitar hogares o se ubican en puntos designados. En un texto que escribí hace tiempo, un encuestador describía a su gremio como “guerreros de campo”, y vaya que lo son. La noticia terrible que nos llegó desde Chiapas en días recientes. Un grupo de personas armadas sacaron de su hotel a cinco encuestadores que trabajaban para Morena el fin de semana. Dos hombres fueron asesinados, dos liberadas y uno sigue desaparecido. Esta realidad de riesgo creciente por la violencia y la inseguridad en diversas regiones del país nos obliga a reflexionar sobre la labor de los encuestadores y reemplazos metodológicos de operativos de campo.
Las personas que laboran como encuestadores no están exentas de riesgos ya que se ven obligados a transitar por territorios desconocidos y afrontar posibles amenazas para llevar a cabo su trabajo, aplicar los sondeos en persona a la puerta de los hogares. Esta forma de encuesta, la realizada en vivienda, en nuestro país sigue siendo la encuesta más confiable. Lo es por diversas razones, entre ellas por el gran trabajo que se tiene de construcción sólida de las secciones electorales y la información que tenemos sobre ellas en términos de listado nominal, lo que permite contar con un marco de muestreo confiable que cubre “por completo” a la población votante. Esto permite que podamos tener una muestra representativa de esa población y así generalizar los resultados de una encuesta.
Sin embargo, como el caso de los encuestadores en Chiapas y todas las otras anécdotas que cualquiera que haya realizado encuestas en vivienda puede contar, es la manera más riesgosa para la integridad de las personas. Lo cierto es que las personas encuestadoras no son las únicas afectadas por la violencia y la inseguridad en el país. Y como a tantas otras industrias, el impacto negativo de esta situación pone en riesgo la confiabilidad de los resultados que se pueden obtener en las zonas en las que no sea posible realizar el trabajo según los parámetros metodológicos necesarios. La violencia ha llevado a un dilema que implica poner en balanza la representatividad de las encuestas contra la seguridad de los encuestadores.
Se puede pensar que como alternativa, las encuestas en línea solucionarían este problema de manera tajante. No hace falta ir hasta allá, podemos pensar, simplemente usamos el internet, alguna red social o algo por el estilo y listo. Aunque las encuestas en línea tienen sus méritos, tienen un defecto importante: la carencia de un marco muestral. Al no tener un padrón como el que se tiene para realizar las encuestas en vivienda, los diseños de muestra no son lo específicos ni los detallados que podrían ser. Además, el acceso a internet también es una de las limitantes de estos métodos. En nuestro país hay regiones donde la cobertura no es buena y la posibilidad de acceder a dispositivos electrónicos, teléfonos móviles o computadoras sigue siendo problemática. Esto puede derivar en sesgos importantes para los resultados, al tener deficiencias en cobertura de la población, podríamos no estar considerando las opiniones de personas con tendencias particulares que impactarían en los resultados. Si bien para acortar estos sesgos se utilizan algunas herramientas estadísticas, es claro que las encuestas en vivienda no se suplen fácilmente.
En algún momento, la recomendación de la Asociación Mexicana de Agencias de Investigación de Mercado y Opinión Pública fue sustituir los puntos muestrales cuando cayeran en zonas que se consideran de riesgo. Sin embargo, eso haría que cada vez más regiones del país no tengan la cobertura de las encuestas y sesgara los resultados irremediablemente. Otra de las posibles soluciones sería emplear el método de encuesta telefónica. Para este también se cuenta con estrategias que permiten realizar muestreos estadísticos confiables, aunque las aqueja el problema de la no respuesta y falta de cobertura. A pesar de las carencias, es plausible que este método de encuesta gane terreno progresivamente en el escenario nacional, motivado por la imperante necesidad de garantizar la seguridad de los encuestadores.
Una última solución, tajante y claudicante, sería dejar de hacer encuestas en zonas conflictivas. Sabemos que así la integridad de los guerreros de campo estaría salvaguardada. Pero también estaríamos obligados a reconocer que perderíamos el acceso a una gran cantidad de información necesaria y útil sobre las realidades de nuestro país y sus habitantes si esto sucede.
El desafío de llevar a cabo encuestas representativas con una sólida base metodológica se torna cada vez más complejo en el contexto de la creciente violencia en el país. Es momento de seguir discutiendo, de poner este tema al frente de la agenda y de buscar soluciones contundentes para esta inaceptable inseguridad.